30/6/20

La voz anónima de El Calvario

La voz anónima de El Calvario
 Apuntes de cuarentena: parte 12.

Hace muchos años cuando reporteaba como periodista siempre estuve a la caza de fotos e historias insólitas, así fotografié muchas escenas de jóvenes pandilleros en sus entornos, de igual forma cantidad de asesinatos consumados, escenas donde retrataba la pobreza extrema.

Entre las coberturas que más odiaba hacer eran los actos políticos, me resultaba repugnante darle notoriedad a una clase de gente tan falsa y patética, responsables inequívocos de los males que nos aquejan a lo largo de la historia a nosotros, los ciudadanos comunes y corrientes.

Pero a veces los jefes y las mesas editoras pedían notas y fotos que no fuesen con tanta carga política como las que solía enviar, era de esta manera que hacía por algunos días “notas de color”, como se les suele decir a este tipo de práctica periodística.

Me tomaba todo el día para caminar con cámara y libreta en mano en el centro de la ciudad, ahí encontraba a las señoras vendedoras pregonando, o bien, las áreas donde estaban los comedores pues los temas culinarios siempre son bien apreciados para este tipo de género.

Sin embargo les soy sincero, mi lugar preferido era el barrio El Calvario, donde estaba la parroquia Somasca, más conocida por el mismo nombre El Calvario, allí encontraba una riqueza de insumos originales y únicos, en especial en sus alrededores, a un costado estaba el pasaje Cañas de libre comercio donde veía zapatos, ropa deportiva, bisuterías, maniquíes con sus lencerías bien talladitas, entre tantas cosas.

Al otro costado de la iglesia era aun más interesante, atinaba los puestos de hierbas medicinales, donde estaban las personas versadas en tradicionales hechizos y conjuros para todo tipo de ocasión. Se distinguían rápido por los canastos llenos de especies, entre ellas jengibre, cúrcuma, chichipince, uña de gato, zarzaparrilla y quina roja; también colgaban desde los techos camándulas, rosarios, candelas retorcidas como columnas salomónicas y cuentas con ojos de venado entrelazados.

En los escaparates habían sales de alcanfor y ungüentos de consuelda y metilo, entre tantos menjurges que solían tener, al fondo de algunos de estos puestos habían unos cubículos improvisados con velachos de plástico y retazos de tablones donde leían en privado el futuro a través de las cartas, o bien, realizaban algún ritual hechicero, no obstante hasta ahí nunca entré, mi curiosidad no daba para tanto.

Al final de mi recorrido solía ir a la iglesia El Calvario. Esa vez en particular recuerdo que era un atardecer veraniego de esos que dan luces mágicas al ocaso, entonces viéndome tentado por los haces que penetraban a través de los vitrales ingresé al templo; y en verdad en esa ocasión el interior lo encontré coloquial en sonidos y colores embriagantes a los sentidos, tanto, que lograba escuchar al detalle los murmullos de las querencias de la gente pidiendo a Diosito y a la virgen por sus dolencias y preocupaciones: La madre rezando por el hijo que se había ido tres meses atrás como indocumentado a Estados Unidos y aun no sabía nada de él, la abuelita pidiendo que apareciese su nieta secuestrada por las pandillas, el papá arrodillado angustiado por no poder llevar la cena a su familia al final de la jornada.

No sé cómo, pero todo lo podía escuchar. Me imaginé en ese instante el suplicio de ser Dios con tantas querellas de gente necesitada, entrándome de repente un sentimiento culposo por la vida de excesos que a veces llevaba; vi de repente así de reojo un confesionario y me dije a mi mismo: ¿Por qué no? Después de todo no había descargado mis pecados desde que hice mi sacramento de confirmación al final de mi adolescencia.

Entré entonces a ese confesionario que era como un roperón viejo de madera de caoba sin cielo, tenía algunas entradas de luz a los costados, adentro tras una rejilla estaba un hombre que me dijo para mi sorpresa:
–¿Tu eres Max el periodista, verdad?
–Sí  –respondí perplejo.
–Te he observado varias veces cuando vienes de fisgón con esa tu cámara.
–Me quisiera confesar  –le repliqué.
–Hoy no. No es el tiempo para tu confesión, al menos aun no, más bien vas a escuchar lo que tenga que relatarte  –hubo un corto silencio y sin dejarme reaccionar continuó–  vas a venir todos los jueves a esta hora y entrarás a este confesionario, quiero que registres como periodista lo que tenga que decir, siempre y cuando guardes mi anonimato, si estás de acuerdo con mi condición te espero el próximo jueves.

–Claro que sí  –le dije, y me quedé en silencio esperando a que dijera algo más, sin embargo, después de unos minutos noté que se había ido el extraño sin percatarme de su salida. Abrí la puerta del reducido cubículo y vi de nuevo el interior de la iglesia, nadie me observaba, el tipo había desaparecido como humo.


A la semana siguiente hice lo indicado por aquella voz extraña, llegué justo al cierre crepuscular y entré al mismo confesionario donde estaba esperándome.

Pasaron así los meses hasta que hubo un jueves que ya no le encontré, no sé porqué, ya que a lo largo de todas sus confesiones me daba a entender que eran interminables sus historias, una cada jueves de los que estuve yendo.

Corrieron los años y nunca encontré tiempo ni espacio para publicar todas esas cosas que me contó. Hasta ahora, en estos largos días de encierro y confinamiento que vivo a causa de la pandemia del coronavirus, es así que aprovecho a transcribir todas estas narraciones a las que denomino: “Apuntes de Cuarentena”; de esta manera es que les doy fe sobre todo lo que registró mi grabadora, uno por uno, los archivos de aquella voz tenue y anónima que tantas cosas extraordinarias me contó.



22/6/20

El viejo del sombrerón

El viejo del sombrerón
 Apuntes de cuarentena; parte 11.

En su vida anterior fue hiena, de ahí su instinto depredador, carroñero y burlesco a la vez. Para él la única forma de sobresalir era eliminar todo lo que estuviera a su alrededor, ya sea persona, animal o cosa.

Le decían el viejo del sombrerón porque se disfrazaba de vaquero en su mejor papel de bueno, malo y feo; se modelaba parado frente a los espejos de cuerpo entero como el máximo ególatra que era, se veía directo a los ojos y se levantaba sutil el ceño a sí mismo tal fuese un Narciso pistolero.

De todas la patologías y miserias mentales que existen él las reunía todas; megalómano, psicópata, fatuo, racista, xenófobo, sicofante, adicto al poder y por supuesto no tenía conciencia del dolor ajeno. Su máximo valor era ser amoral.


No obstante era simpático a más no poder, siendo el complemento perfecto y razón por la cual fuese escogido a portar la corona de laurel del imperio. Los emperadores nunca son electos o aclamados por las mayorías, en apariencia sí, pero en realidad son designados y señalados a sentarse en el trono de Fausto por los oscuros señores de la secta del ojo que todo lo ve, los dueños de todos los reinos y de todas las cosas también.

Cuando el viejo del sombrerón fue coronado el imperio iniciaba su clara decadencia, aun así, al borde del abismo los súbditos y esclavos demandaban de su emperador un poco de pan y mucho circo, él lo sabía y se los daba.

Su única forma de gobernar era depredando y ofendiendo; las falanges estaban siempre con las picas hacia el frente amenazantes, lo hacía así porque era chato de ideas y de vocabulario corto, por eso odiaba a la gente letrada y se burlaba de ellos con su actitud de hiena, carcajeándose y mostrando a la vez sus asquerosos y desafiantes colmillos, desdibujando las otroras costumbres victorianas.

Era tan exitoso que hasta mandó a escribir un manual de su forma de ser, y afirmamos seguros que él lo mandó a hacer porque nunca tuvo la habilidad de sostener una pluma entre sus dedos.

Su conducta traidora y ruin la patentó como un método a seguir para quienes deseasen llegar a la cumbre, a la cima de una montaña hecha de todos los cuerpos de sus víctimas timadas y lanzadas a la bancarrota. Para el viejo del sombrerón sus detractores y adulones son lo mismo, los ve nada mas como carne de cañón y de ambos por igual saca partido.

Hoy en día su escuela es estudiada por muchos monarcas y condestables, siendo el rey Trol uno de sus aprendices más lozanos, abusados y evolucionados. 


14/6/20

La balada del Tío Payo

La balada del Tío Payo
 Apuntes de cuarentena; parte 10.

Quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando. En su pueblo natal hasta un monumento le hicieron montando a caballo con porte de raudo rey filántropo, sí y sólo sí, alejado de las guerras y las conquistas de ultramar; sin embargo, quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Hasta rosadita se le ve la tez de sus mejillas chelitas y cándidas, su mirada de señor monarca refinado combina con ese aire que tiene de inmaculado por aparentar ser quien no mata ni una mosca; quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Pero nada de eso es cierto, el “tío Payo” como le decían de cariño descendía de un largo linaje de invasores diestros en el pillaje y el robo, desde sanguinarios vikingos hasta usureros rufianes estafadores y embargadores del patrimonio ajeno.

Desde chiquitín tenía cara de querubín, y así fue creciendo cultivando su imagen de santo irreprochable, no había espacio en su discurso ni en su actuar de rey que no fuese por la defensa del débil, del desamparado, del esclavo y del divino derecho humano de ser civilizado.

De Flandes a Colonia, de Alberes a Mons, denunciaba a viva voz las injusticias cometidas por otros reyes en las tierras de las Américas, hablaba de los saqueos de oro y plata, del desvalijo a los incas y a los aztecas a manos de los Austrias y Borbones; condenaba la tenencia de millones de esclavos por parte de Don Pedro el invasor de la Amazonia.

La gente que le escuchaba se estremecía de los relatos y la retórica del tío Payo, sancionando con desdén la injusticia humana, hasta la piel se erizada del sentir dramático que impregnaban sus palabras inquisidoras hacia la mismísima inquisición. No obstante, quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Bajo toda esa parafernalia se hizo coronar como “Payo II”, rey de las víctimas y gran civilizador, de tal manera que nadie se opuso y ni objetó cuando al tío Payo se le concedió la encomienda de administrar la finca más grande que alguien hubiese tenido a lo largo de la historia.

Veinte millones de negritos la habitaban haciéndola llamar la finca de “La Conga de Payo”, esos pobrecitos vivían ahí como si fuera la era de los metales, en específico sufriendo la industrialización de la era del plomo, la de percusores automáticos y lenguas afiladas promoviendo, no a Dios, sino, la educación y los buenos oficios, los caminos, los barcos y los ferrocarriles.

A cambio los colonos de la finca La Conga de Payo extraerían para él: caucho y cuernos de elefantes. Ni siquiera Tarzán de la selva pudo detener la compañía civilizadora del tío Payo, sus buques de vapor conquistaron los anchos ríos de la jungla, y sus aserraderos y minas moldearon el paisaje; quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Junto con su barba larga canosa y enmarañada, se sentaba a meditar preguntándose cómo hacerse más rico por medio de su finca sin fin, formulando mil y una maneras de identificar nuevas formas para explotar ese recurso inagotable de manos nativas ávidas de trabajo a cambio del saber civilizador.


Entonces de repente, “¡Eureka!”, dijo el tío Payo, ocurriéndosele la mas fantástica de las ideas, apuntándose a sí mismo: “si manos tienen ellos y yo lo que quiero es caucho, pues que me paguen por civilizarlos con manos o caucho… sencillo, no hay más que pensar”.

Y así lo hizo, se inventó la moneda de la mano derecha, no de barro o arcilla, y menos de algún sentido figurado, sino, reales de carne y hueso; manos mutiladas de quienes no quisieran su trabajo dar.

En su barrio y entre su gente se le conocía como Payo II el gran civilizador, pero en su finca, a la que nunca conoció en persona, se le conocía como el rey mutilador de manos, o bien, el sanguinario Payo.

El comercio de manos llegó a ser tan grande y descomedido que fue imposible ocultarlo en su barrio, llegándose a saber hasta el último detalle. Aun principio cuando se rumoreaba de su doble moral solía defenderse apelando a las envidias de su éxito y su noble cuna, amparándose con más mentiras, pero pasaron los años y se le hizo imposible ocultar semejante genocidio, era como tapar el sol tropical con un dedo.

Cuando todo se supo el tío Payo ya era un viejito rabo verde, vivía decrépito con una concubina que él le triplicaba la edad. Al final no valía la pena juzgarlo por sus crímenes porque en forma indirecta sería como incriminar y satanizar las buenas costumbres de esos reinos donde el sol se pone.

Por eso cantan los bardos y los griots, “quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando”.



11/6/20

El burro del barrio de allá abajo

El burro del barrio de allá abajo
Apuntes de cuarentena; parte 9.

Este es un relato inaudito que casi llega a rozar con la ficción; sin embargo, a las cabales… nada tiene que ver con cosas inventadas o fantasías, esta es una historia verídica de los llanos del barrio de allá abajo, rico en ciénagas, montañas misteriosas y saltos angelinos, tan altos como para ser los más raudos del mundo.

En las tierras del barrio de allá abajo había oro, dorado y negro, habían esmeraldas, maderas preciosas y agua de a montón. Estos eran los lares donde los profetas del antiguo testamento llamaban como la tierra donde emana leche y miel de sus entrañas.

Pero hubo una vez un burro atorrante de malas crianzas en esas laderas de allá abajo, donde la gente vivía a sus anchas. 

Él era amigo de la espuma de la garza y de la rosa, y por ser el recién nacido corcel asno agraciado, era el protegido delfín del moribundo rey Topo, amo y señor de allá abajo. El burro despotricaba al andar con patadas descomedidas y gemidos inaudibles que, literalmente, a medio mundo molestaban.



Al principio se le aplaudía por mancebo que era, al verle joven y lozano se le permitía que hiciera averías contra los tapiales, las verjas y los zaguanes del barrio de abajo. Solo se escuchaba a lo lejos su rebuznar bigotón de burro pasmado e iletrado.

Día a día crecía en tamaño y tropelía, cada vez hacia más de las suyas, estropeando los acueductos de mármol y roca de granito, dejando cochino pelotas de caca a su andar, tirándose pedos asquerosos en los alrededores del helicoide, lugar de su pastizal preferido.

El burro era patán y deslenguado, rebuznaba y cagaba a cada paso, por cada tropezón rompía un tapial o cerco de contención, por lo que concibieron mejor sus arrieros que sería más adecuado que no anduviera por ahí suelto, por ser un fulano de cascos torpes.

Lo mas insólito del burro del barrio de allá abajo fue que sus mismos arrieros exógenos lo coronaron al nomas morir el rey Topo, para que gobernara como el anterior, en ese barrio rico en recursos, y supliera sin protesto el desabastecido reino de los arrieros, seres desdeñables; víctimas y victimarios, esclavos y esclavistas, yunques y martillos, torturados y torturadores, revolucionarios y dictadores, invadidos e invasores.