7/7/20

Acerino

Acerino
Apuntes de cuarentena; parte 14.

Erase una vez hace cien años un bandolero cosaco del otro lado de la cuenca del río Don, quien se hacía llamar “el Robin Hood de los bosques del Cáucaso”. Se hizo famoso por robarle oro a los ricos y dárselo luego a sus apandillados, quienes lo coronaron más tarde rey de los pobres y a los pocos años después emperador.

No obstante Acerino jamás dejó de ser un sagaz espadón malhechor. El silencio siempre fue su mejor ataque. “Perro que ladra no muerde”, le explicaba a uno de sus camaradas de confianza, afirmándole seguido con una leve sonrisa y en voz baja, “yo no ladro”.



Para él su meteórico ascenso a emperador fue como un juego de ajedrez, su estilo era mover rápido y agresivo sus piezas, sacrificándolas por un bien mayor, siempre terminaba haciendo trampa moviendo dos o tres veces a la vez; su mirada desconcertaba y calculaba asertivo los pasos del contrario.

Para Acerino la lealtad no era un valor, sino, un síndrome que padecían los canes.

Fue emperador por tres décadas y bajo su mandato fortaleció más que nunca al imperio, convirtiéndolo en el más grande del mundo y de todos los tiempos también. Soportó el asedio de los ejércitos cruzados porque tenía el mote de ser él la viva presencia del demonio en la tierra.

Se jactaba de ser el gran padre del imperio, pero su hijo le temían con gran pavor, su hija huyó de él, a su nuero lo esclavizó y envió a un campo de la muerte, su esposa se suicidó al ver lo ruin que era. Todo lo que tocaba lo arruinaba, solo se necesitaba una turbia mirada de Acerino para esparcir la semilla de la desconfianza por doquier, haciendo que los hijos traicionaran a sus padres y hermanos, o viceversa.

Sus esbirros eran los más astutos, sus espías los más cacos, sus tropas las más numerosas y mejor armadas. Sus soldados eran los más bravos y corajudos en combate, pero no porque fueran leales a él, sino más bien, porque le tenían más pánico a sus represalias que a los adversarios mismos. Entre las filas de su armada existía la paranoia de que fuesen señalados de traidores por los comisarios de Acerino, el espadón del Cáucaso.

Su ataque preferido era enviar topos a sus enemigos para que estos hicieran hoyos bajo las bases de sus atalayas. Al igual que el tío Payo, él creía a ciegas en el conocido proverbio de San Gabo, que versa: Si la caca tuviese un valor los pobres nacerían sin culo.

Acerino llegó a ser emperador de siete mil veces siete millones de gentes, sus decisiones afectaban, dicho en forma literal, a todo el mundo.

Cuando llegó a la cúspide de su poder fue en ese instante el principio de su fin, al menos de sus días mortales ya que él aun vive pero en otra dimensión, asechando como un fantasmón oscuro.

Solo un error cometió Acerino y eso le bastó para conocer la muerte. Fue un buen día que se sintió arrogante más que nunca y amenazó con una nueva purga a su misma gente, entonces todo su sequito no paraban de preguntarse esa larga noche a sí mismos: ¿Seré yo?

Entonces como por arte de magia, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo acertaron en asesinarle antes de que comenzara a hablar al día siguiente.

Le envenenaron más de seis veces; en el agua, en el desayuno, en el té, en la limonada, en la merienda y en el pollo con nueces del almuerzo; hasta que al final sucumbió, cayó al suelo retorciéndose, se meo, pero aun así vivía y no cerraba los ojos.

Ningún curandero le fue a ver, ningún sirviente le asistió, tampoco sus esbirros llegaron, entonces poco a poco Acerino dejó este plano existencial, convirtiéndose nada más que en un demonio de cafetín, en un espectro trasnochado, en un espanto de bigote pelirrojo quien empuña amenazante un espadón retorcido.

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