2/7/20

Diego de Landa

Diego de Landa
Apuntes de cuarentena; parte 13.

La historia humana está plagada de personajes patéticos que terminan siendo idolatrados y hasta venerados en sendos monumentos, desde sátrapas antiguos que esclavizaron pueblos enteros hasta generales usurpadores del siglo pasado, esos dictadores bananeros que inspiraron al Gabo a escribir el “El Otoño del Patriarca”; incluso, los disque redentores “culturales” que tenemos hoy en día se esfuerzan en adoctrinar a la juventud a base de pasquines cursis de poesía y cuentos cortos inspiradores.

La historia de Diego de Landa es como todas esas narraciones donde el bien vence al mal y el héroe reescribe los hechos con sangre. No obstante es la anécdota de un fulano que surge como el gran protector de las almas desvalidas para convertirse a la vuelta de pocos años en un torpe inquisidor.

Aún cuando se cumplirán cinco siglos del genocidio, aún cuando la historia la escriben los vencedores, su nombre ha transcendido en Mesoamérica como el mayor asesino y energúmeno de la historia universal.


Dicho lo anterior, les cuento el cuento:

Erase una vez un cura del otro lado del océano que llegó a las selvas peteneras, junto con la oleada de los invasores castellanos de aquella época. Se dice que desde pequeño él quiso ser bueno, y en verdad lo intentó. Pero no se sabe en qué vuelta del destino de este universo Diego de Landa torció su rumbo para terminar siendo un cura malo y chueco.

Lo cierto es que él fue el responsable de asesinar una lengua escrita, viva y radiante, la que guardaba registro de la historia, las artes, las matemáticas, la astronomía y otras ciencias de los antiguos pueblos olmecas, mayas, aztecas y otros más.

A base de burdos pretextos evocó su turbio dogma; entre encomenderos y esclavistas se dio la tarea de ser el embajador de la fe dominante, la invasora, administrando la justa imposición de ésta.

De tal manera que su mala entraña le llevó a convertirse a sí mismo como el santo inquisidor. Entonces hubo un mal día durante la ocupación que el cura Diego se vistió de gala, y usando ropajes negros dirigió un “Auto de Fe”.

Llevó a la hoguera a sacerdotes y escribas mayas, así como a sus caciques y chamanes. Todo aquello que tuviera relación con las tradiciones, cultura y religión de los originarios americanos fue quemado, incluyendo los escritos y tratados de los milenarios mayas.

¿Cuánto conocimiento se perdió? No se sabe. Fue tanto el atropello que se horrorizaron hasta sus mismos connacionales, los ocupantes invasores, su torpeza había llegado a tal nivel que fue reprendido e instado a cambiar, siendo así que él mismo a los escasos años de aquel borrico hecho entendió lo aberrante de sus acciones, intentando en vano remediar sus ruines actos.

Quiso reescribir lo quemado pero fue inútil, jamás semejante cabeza atrofiada pudo igualar la pérdida humana e intelectual de los originarios americanos.

Y sin ningún colorín colorado… termina así este cuento sin cuento.




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