14/6/20

La balada del Tío Payo

La balada del Tío Payo
 Apuntes de cuarentena; parte 10.

Quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando. En su pueblo natal hasta un monumento le hicieron montando a caballo con porte de raudo rey filántropo, sí y sólo sí, alejado de las guerras y las conquistas de ultramar; sin embargo, quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Hasta rosadita se le ve la tez de sus mejillas chelitas y cándidas, su mirada de señor monarca refinado combina con ese aire que tiene de inmaculado por aparentar ser quien no mata ni una mosca; quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Pero nada de eso es cierto, el “tío Payo” como le decían de cariño descendía de un largo linaje de invasores diestros en el pillaje y el robo, desde sanguinarios vikingos hasta usureros rufianes estafadores y embargadores del patrimonio ajeno.

Desde chiquitín tenía cara de querubín, y así fue creciendo cultivando su imagen de santo irreprochable, no había espacio en su discurso ni en su actuar de rey que no fuese por la defensa del débil, del desamparado, del esclavo y del divino derecho humano de ser civilizado.

De Flandes a Colonia, de Alberes a Mons, denunciaba a viva voz las injusticias cometidas por otros reyes en las tierras de las Américas, hablaba de los saqueos de oro y plata, del desvalijo a los incas y a los aztecas a manos de los Austrias y Borbones; condenaba la tenencia de millones de esclavos por parte de Don Pedro el invasor de la Amazonia.

La gente que le escuchaba se estremecía de los relatos y la retórica del tío Payo, sancionando con desdén la injusticia humana, hasta la piel se erizada del sentir dramático que impregnaban sus palabras inquisidoras hacia la mismísima inquisición. No obstante, quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Bajo toda esa parafernalia se hizo coronar como “Payo II”, rey de las víctimas y gran civilizador, de tal manera que nadie se opuso y ni objetó cuando al tío Payo se le concedió la encomienda de administrar la finca más grande que alguien hubiese tenido a lo largo de la historia.

Veinte millones de negritos la habitaban haciéndola llamar la finca de “La Conga de Payo”, esos pobrecitos vivían ahí como si fuera la era de los metales, en específico sufriendo la industrialización de la era del plomo, la de percusores automáticos y lenguas afiladas promoviendo, no a Dios, sino, la educación y los buenos oficios, los caminos, los barcos y los ferrocarriles.

A cambio los colonos de la finca La Conga de Payo extraerían para él: caucho y cuernos de elefantes. Ni siquiera Tarzán de la selva pudo detener la compañía civilizadora del tío Payo, sus buques de vapor conquistaron los anchos ríos de la jungla, y sus aserraderos y minas moldearon el paisaje; quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando.

Junto con su barba larga canosa y enmarañada, se sentaba a meditar preguntándose cómo hacerse más rico por medio de su finca sin fin, formulando mil y una maneras de identificar nuevas formas para explotar ese recurso inagotable de manos nativas ávidas de trabajo a cambio del saber civilizador.


Entonces de repente, “¡Eureka!”, dijo el tío Payo, ocurriéndosele la mas fantástica de las ideas, apuntándose a sí mismo: “si manos tienen ellos y yo lo que quiero es caucho, pues que me paguen por civilizarlos con manos o caucho… sencillo, no hay más que pensar”.

Y así lo hizo, se inventó la moneda de la mano derecha, no de barro o arcilla, y menos de algún sentido figurado, sino, reales de carne y hueso; manos mutiladas de quienes no quisieran su trabajo dar.

En su barrio y entre su gente se le conocía como Payo II el gran civilizador, pero en su finca, a la que nunca conoció en persona, se le conocía como el rey mutilador de manos, o bien, el sanguinario Payo.

El comercio de manos llegó a ser tan grande y descomedido que fue imposible ocultarlo en su barrio, llegándose a saber hasta el último detalle. Aun principio cuando se rumoreaba de su doble moral solía defenderse apelando a las envidias de su éxito y su noble cuna, amparándose con más mentiras, pero pasaron los años y se le hizo imposible ocultar semejante genocidio, era como tapar el sol tropical con un dedo.

Cuando todo se supo el tío Payo ya era un viejito rabo verde, vivía decrépito con una concubina que él le triplicaba la edad. Al final no valía la pena juzgarlo por sus crímenes porque en forma indirecta sería como incriminar y satanizar las buenas costumbres de esos reinos donde el sol se pone.

Por eso cantan los bardos y los griots, “quien no le conoce que lo compre, viejito mátalas callando”.



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