El monstruo bueno y el monstruo malo
Estos eran
un par de gigantones que andaban siempre en camada peleándose y ultrajándose
entre sí, primero aparecía uno haciendo averías, comiéndose a las cabras de los
colonos, aplastando de un pisotón a las gallinas y los patos, pateando a los
cuches, descabezando de tajo a las vacas, botando los ranchos a puros manotazos.
Al advertir
eso la gente salía huyendo en desparpajo, porque sabían de antemano que el
asunto no terminaría ahí. Al poco rato, aparecía de la nada su gemelo para
tratar de detenerlo, pero como no se dejaba se armaba la de san quintín pescoceándose
uno a otro en una pelea fratricida de grandes proporciones por ser ambos gigantones.
Destruían las
fachadas de los ayuntamientos, botaban los campanarios de los templos, hacían
caer de las alturas los silos y los tanques de agua, desfollonando sus bases a
puros trancazos. Las casas comunales quedaban en ruinas, también descuajaban de
raíz los conacastes de las plazas, quemaban los cascos de las haciendas y, hacían
añicos las carretas y los carruajes también.
En última
instancia terminaban aterrorizando a cualquiera que se les atravesara, hasta
los bravos chuchos finqueros huían despavoridos mientras aullaban con la cola
entre sus patas, y así andaban día a día, de aldea en aldea, de pueblo en
pueblo, de villa en villa, sembrando el miedo por doquier.
Las viejecitas
que eran más agudas en su sentir y pensar
escuchaban el retumbar de la tierra cuando se acercaban, advirtiendo que pronto
tendrían que lidiar con el monstruo bueno y con el monstruo malo, indicando a
la lozanía y a las nuevas generaciones que fuesen cautos con este par de
malandros, pues la mascarada de uno y otro era confundidora.
No obstante,
a donde llegaran era la misma historia de siempre, dejaban muertos de a montón,
destrucción y desconcierto; sin embargo, había quienes tomaban partido y se
armaban de valor, uniéndose al bueno para pelear contra al malo, pero de la
misma forma había otros que creían que el malo era el bueno porque éste atacaba
a los malos mayorales que en tiempos normales azotaban a los pobres colonos. Al
final, quedaban al atardecer la tendalada de cuerpos sin vida de las gentes, que
participaban en semejantes asaltos.
En una
ocasión ya caída la noche los dos gigantones gemelos se carcajeaban al unísono
en jolgorio, mientras asaban en una gran fogata a sus víctimas ensartándolas
una tras otra en grandes pinchos, cuando estaban ya justo bien quemados y
tostaditos los tragaban; en una de esas le dijo uno al otro:
―Mirá compadre, esta es la vieja gorda
de pelo colocho que te defendía a capa y espada, ¿qué hago con ella… te la comes vos o
yo? ―y mientras se rascaba la nalga derecha y se carcajeaba el
otro gigantón de manera jayana le exclamó: ―Por
supuesto que yo, no veías como pataleaba cuando la
ensartabas para asarla, ¡esta vieja puta es mía! ―gritó al final mientras le arrebataba el
pedazo de carne amorfo, para llevárselo de un solo a la boca dándole un gran
mordisco crujiente y engulléndola de un solo bocado.
Así de esa manera pasaban todas las noches rifándose a sus víctimas, en sendas risotadas al compás de sonoros ventosos que se les salían producto de las hartadas que se daban.
Entonces antes de dormirse jugaron a los dados para designarse al día siguiente quién de los dos sería el bueno o el malo en la siguiente comarca, pues daba igual ya que ambos eran casi idénticos, lo único que les diferenciaba en realidad era que el bueno meneaba su cola de arriba hacia abajo y el malo la andoneaba en círculos concéntricos.
En
conclusión, era lo mismo pues para unos había un gigantón bueno y, viceversa, para
otros su hermano era el malo.
OTRO CUENTO: EL AGASAJO
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