A la virgen morena...
A su
merced
Como
periodista en un país de altos índices de violencia, inmerso en el desafío de los medios alternativos, sin duda, tengo muchas cosas que escribir; pero inexorable, necesito sin perder más tiempo cruzar de nuevo la pluma entre mis suspiros y sus sonrisas incógnitas de lectores, junto con los ojos hermosos de la señora guadalupana.
Así escribo al amor y a los milagros, sin dejar de ser una noticia importante.
Así escribo al amor y a los milagros, sin dejar de ser una noticia importante.
Todo empezó
con una rosa amarilla a finales de noviembre del 2012, cuando en mi soltería me sentía
feliz y satisfecho viviendo en un vals de equilibrio entre vivir por el simple hecho de existir.
Y reflexioné entonces si la soltería era mi destino, después de todo no era tan malo como
cuentan, era llano y de horizonte previsible, de marcha segura y paso certero.
Entonces, pasé
por esos senderos urbanos comprando una rosa amarilla para la virgen, bien recuerdo, le dije a la octogenaria viejecita quien me vendió la flor: "sólo quiero una, pues un deseo tengo nada más que pedir".
Nunca le había solicitado nada a la señora morena, siempre he creído que pasa tan ocupada con tantas querellas de gentecita necesitada, que lo mío es nada más una molestia entre tanto trabajo misericordioso que ella hace.
Nunca le había solicitado nada a la señora morena, siempre he creído que pasa tan ocupada con tantas querellas de gentecita necesitada, que lo mío es nada más una molestia entre tanto trabajo misericordioso que ella hace.
Puse la rosa
de pétalos amarillos en un vaso de vidrio y le coloqué tres cubos de hielo por
el calor del trópico centroamericano, luego fui a la capilla de San José Obrero
a la vuelta de mi casa, y en un jardín al costado, donde está la imagen de la santa, me senté a un costado, y le
dije:
“Perdone su merced que venga con esta suplica tan egoísta, pues le pido un favor para mí y no por el bienestar de otros que tanto sufren. Sé que usted sabrá la mejor melga de su servidor y la que marque es bienvenida; no vine a renegar de mi destino, estoy aquí, mi señora, para solicitarle una buena pareja si usted lo considera justo, porque mi soledad no es mala, solo que no quisiera morir sin esa experiencia que llaman amor, ese sentimiento que cuentan que mueve montañas, eso que dicen que se siente como mariposillas en el estomago; permita entonces si su gracia lo considera, que experimente ese cantar que inspira los sonetos de los bardos, trovadores y griots”.
“Perdone su merced que venga con esta suplica tan egoísta, pues le pido un favor para mí y no por el bienestar de otros que tanto sufren. Sé que usted sabrá la mejor melga de su servidor y la que marque es bienvenida; no vine a renegar de mi destino, estoy aquí, mi señora, para solicitarle una buena pareja si usted lo considera justo, porque mi soledad no es mala, solo que no quisiera morir sin esa experiencia que llaman amor, ese sentimiento que cuentan que mueve montañas, eso que dicen que se siente como mariposillas en el estomago; permita entonces si su gracia lo considera, que experimente ese cantar que inspira los sonetos de los bardos, trovadores y griots”.
Respiré hondo
al minuto después de haber llegado, me paré y dejé la rosa en la ermita a un costado de la capilla, cuando de repente vi
de reojo hacia atrás, a la rosa, y noté que se había abierto, sus pétalos despedían
ese olor tibio de perfume tenue. Caminé sonriendo sin saber qué pensar, la vida
no puede ser tan cursi me dije a mi mismo en una torpe negación.
Nunca me
imaginé que mi correo aéreo volara fugaz con alas de pétalos amarillos, y hubiese
tenido una respuesta tan rápida. En menos de una semana había sucedido, sin
buscar ni preguntar y en las vueltas del destino estábamos viendo ballet contemporáneo
en el Teatro Nacional acá en San Salvador, en ese salón barroco sobrecargado de curvas perfectas, junto con los ojos hermosos de una bella mujer que me sonreía al lado, siendo sus mejillas parecidas a la rosa en el vaso de agua
que dejé a los pies de la señora morena; abriendo sus pétalos mágicos y vanidosos; luego ella me veía y relucían sus camanances. Mientras tanto me miraba extrañada por mi enigmática apariencia implacable, debido a que ni yo mismo creía lo que sucedía.
Después tomamos
vino y visitamos el bar gitano del barrio, luego salimos estrechados de la mano
nerviosos como niños chiquitos a la vuelta del primer beso.
Seis años después
me veo en la obligación de contar… atestiguar, uno de los tantos milagros que su
merced cumple, el milagro de poder amar, y no solo eso, ser amado también.
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