Andar por andar simplemente por caminar, cruzaste sierras y valles, en el día y en la noche, bajo la oscuridad del silencio de las estrellas o la luz difusa de la luna. Conociste solitario paraísos terrenales que aun no han sido descubiertos.
Caminaste sobre aquel filón de roca en equilibrio mientras veías que a cada lado de tu rostro se deslizaba la muerte en una catarata de arena sin fin. Fuiste a visitar al gigante que por su boca escupió rojos amargos y azules viscosos, sangre ardiente sabiduría que quemó al hombre del bien en los márgenes de la eternidad y que hoy guarda en silencio enseñándoles a todos su furia del bien. Y tú llegaste osado hasta sus barbas para ver como fumaba habanos el viejo solitario.
Llegaste también a un lugar de árboles abuelos y helechos gigantes del tamaño de los más grandes conacastes, riachuelos en la selva que brillaban como la plata con brillantinas risueñas, serenatas de codornices y faisanes, en donde el jaguar aun deja su olor y pasa rasgando los árboles cubiertos de musgos nebulosos. Bromelias y orquídeas colgaban en los corredores de aquella mansión verde. Tú observabas toda la escena con calma sin prisa y gozabas de la lluvia cernida que te caía congelándote hasta los huesos mientras el pájaro serpiente volaba sobre las copas de los árboles antiguos.
Conociste a aquella gente que cultivaba el árbol del mal de frutas pesadas y semillas de plomo en los almácigos de ideas perdidas, mezquinos se mataban unos a otros como moscas hasta que sus hijos vieron en la tierra algo que trasciende y vive cada mañana, que se necesita solo tinta y no sangre para escribir libertad.
Caminaste muy lejos hasta llegar a estos suelos blancos, que a cada paso que dabas se desquebrajaba ese sonido de encrucijada invernal como humedad tostada, donde el sol arde pero de frío y el paisaje espigado hace inquebrantable los espíritus, donde viste por primera vez a una mujer dar a luz, mi esposa pariendo a mi hijo en casa, describiste el momento con todo respeto como coloquial en el universo, desde entonces te comencé a entender así como otras cosas de la vida, fuiste la única ayuda que tuve para algo que siempre quise ser.
Viste el reflejo de la ciudad natal en las aguas empozadas de las alcantarillas tapadas, viste a una niña huérfana su cara sucia del humo y caucho, descalza e inocente de seis años despeinada con su melenita rizada color marrón y los mocos de fuera tierrosos, con un pequeño vestido rojo criollo medio roto y sus bracitos mugrosos de chorretes de agua con las uñas negras pidiendo pesos en los semáforos de la ciudad.
Extendías las alas y nadie entendía, estabas y desaparecías morías y vivías cada día.
Dejé de saber de ti desde que estuviste en aquellas playas tropicales de isleño, viviendo de las frutas que nunca cultivaste pero igual se te concedían las cosechas de almendras guanabas nances jocotes y guindas, cocos marañones anonas papayas sandias y tamarindos, te hartabas como nunca lo habías hecho en tu vida y después de definir finalmente la libertad dejaste de escribirme, nunca más supe de ti por tu propio puño y letra.
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