10/10/20

Pleto

 Pleto

 Apuntes de cuarentena; parte 18.


Este fulano era un hidalgo campirano, que caminaba siempre con un acial en la mano para mostrarse como un maitro de respeto, no obstante lo hacía porque tenía cierto trastoque de sadismo en su instinto.

Le decían Pleto desde pequeño porque su hermanita chiquitina cuando apenas balbuceaba su nombre, lo único que se le entendía era “Pleto”, entonces así se acostumbró a que le mentaran, primero su clan, luego los amigos cercanos y, al final, así lo conoció toda la gente.

Él como todo hombre del reino creía en el patriarcado, en los patricios, en la superioridad de unos sobre otros, en el racismo irredento y en su derecho fundamental a ser superior.

Era de cuna noble, poseyendo un título de vizconde de una pequeña ínsula de tierras quebradas sin mayor abolengo, sin embargo, era suficiente para no ser uno más del común.

A pesar de tener ese aire a mayoral, era a su vez un señor querendón y cachero, generándole eso cierto carisma ante el vulgo, cosa que no tenían otros nobles, pero él sí lo poseía.

Era innata su facilidad para hablar en público, la gente se reía y a la vez le ponían atención a sus palabras. Era un tribuno pero también en su juventud fue un alistado del ejército del reino, logrando ocupar nada más que mandos medios en las legiones.

Comprendía en el fondo que a pesar que los de su casta eran los mandamases, siempre era necesario tener a su favor a la plebe. Por eso por ratos se iba con ellos, participaba de sus jolgorios y comía en sus mesas rectangulares, eso sí, él se sentaba a uno de los extremos, para poder ver a todos los comensales y viceversa.

En una ocasión cuando estaba con su congéneres departiendo una noble orgía, le cuestionaron en confianza sus amigotes de siempre, de cómo tenía semejante tolerancia para soportar todo ese mal olor que emanaban las muchedumbres. Pleto dio dos palmadas y uno de sus sirvientes se acercó con un frasco con una pócima, era un ungüento de menta, hierba buena y eucalipto, que se sabía que servía por lo general para los golpes haciendo que los dolores mermaran, generando una sensación agradable, pero Pleto les explicó en tono pícaro: “Este es mi secreto… aplico un poco de este chunche en mis fosas nasales… y como por arte de magia ya no percibo esas fatuas sensaciones de los sobacos sucios, ni esos malos olores que emanan los dientes y encillas podridas, sencillamente no oléis nada mientras uno camina entre los desagües mugrosos donde viven esos malnacidos”, les confesaba sonriendo mientras les invitaba a su vez a que lo probasen. Todos se acercaron y tomaron un poco de ese asunto entre las yemas de sus dedos, colocándoselo luego en el interior de sus narices, al sentir la sensación y funcionalidad de aquella cosa al unísono carcajearon por largo rato felicitándolo y propinándole al mismo tiempo suaves palmadas al hombro.

Él era un fiel defensor de su razón de ser, del estatus quo, ideario inefable de su clase, tácito principio impregnado en su lengua bífida ilustrada, en su discurso de serpiente hipnotizadora de ratas, de sus lacayos y de los demás iletrados también.

Pleto era el oprobio de reino, era el macabro punto de encuentro entre los oscuros señores dueños de todas las cosas y los pobres engañados quienes apenas figuraban que serían las siguientes víctimas, viendo la realidad tal cual era hasta el último momento de ser engullidos.

Pleto era de los que creía que había mucha gente en los valles del reino, por lo tanto, una masacre de vez en cuando no era tan mala; él mismo decía en tono afable: “un cohetazo de trabuco a cualquiera se le escapa del cinto”… en alusión alegórica a abrirle los hoyos a puro plomo a alguna persona que le contrariara.

En otras palabras, era un matarife que actuaba en las sombras pero con el beneplácito de la nobleza del reino y de las cuadrillas de sus arcabuceros también.

Fue entonces en cierta primavera que hubo un levantamiento de los siervos y vasallos del reino, para lo que Pleto fue designado en ese momento como “el hombre fuerte del valle” para que sofocara la revuelta y restableciera el orden. Él mismo sabía cómo tamagás que era que se necesitaba golpear fuerte y directo el alma del alzamiento, por lo que mandó a masacrar vecinales enteros, robándose sistemático a los críos de los sediciosos para quebrarles el espíritu, pero sobre todo para que quedara claro quiénes eran los que mandaban esas tierras; entonces siendo así las circunstancias Pleto hizo lo impensable, le prendió fuego a la ermita del santo oráculo con el profeta del pueblo adentro, dándole de baja por bocón a ese santón que instaba a la plebe a que tuviese voz propia, algo impensable para las hidalgas torcidas líneas ideológicas de Pleto.

Semejante magnicidio abominable quedó marcado en lo más profundo del sentir de los comunes, tanto, que hasta ese momento la monarquía del reino asumió que Pleto había ido muy lejos, por lo que decidieron dejarlo fuera de la ecuación del poder, mandándole a conjurar un embrujo mortal, inoculándole un sapo al interior de su pecho, provocándole eso grandes llagas a lo largo de su garganta y buche. Eran unas ampollas hirientes que le brotaron de un día a otro, y de presto ya no pudo hablar, perdiendo su magia encantadora, su discursiva chocarrera que avivaba los bajos instintos de la gente, justificando así sus excesos de escenas dantescas.

Al poco tiempo Pleto murió de ese mal quimérico, que decían las malas lenguas, había sido producto de una encomienda a los nigromantes septentrionales; siendo un pedido urgente de la misma nobleza ya que ese encargo, así como lo explicaba Cecilio el famoso escribano del valle en una de sus epístolas, ese asunto como tal, prevenía las consecuencias que serían terribles en el caso que proclamase la emancipación la gente del común, por sus ganas de querer vivir sin el yugo de unos a otros, en total independencia de los reyes, de los condes, de los duques y los demás sátrapas también.

Una vez muerto Pleto para redondear y cerrar la estratagema se edificó en el corazón de su cofradía, a su memoria, un zendo obelisco con grabados a sus costados que decían las frases famosas que repetía él como lora al momento que sus lisonjeros aplaudían como focas, esas mismas frases que habían salido de su boca y que ahora por las vueltas del destino resultaba estar famélica. Siendo así Pleto recordado para la posteridad en cantilenas y cultos de guerra…

Y, tri colorín colorado este cuento les he contado.


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