Pleto
Este fulano
era un hidalgo campirano, que caminaba siempre con un acial en la mano para
mostrarse como un maitro de respeto, no
obstante lo hacía porque tenía cierto trastoque de sadismo en su instinto.
Le decían
Pleto desde pequeño porque su hermanita chiquitina cuando apenas balbuceaba su nombre, lo único que se le entendía era “Pleto”, entonces así
se acostumbró a que le mentaran, primero su clan, luego los amigos cercanos y, al final, así lo conoció
toda la gente.
Él como todo
hombre del reino creía en el patriarcado, en los patricios, en la superioridad
de unos sobre otros, en el racismo irredento y en su derecho fundamental a ser
superior.
Era de cuna
noble, poseyendo un título de vizconde
de una pequeña ínsula de tierras
quebradas sin mayor abolengo, sin embargo, era suficiente para no ser uno más del común.
A pesar de
tener ese aire a mayoral, era a su vez un señor querendón y cachero, generándole eso cierto carisma ante el vulgo,
cosa que no tenían otros nobles,
pero él sí lo poseía.
Era innata su facilidad para hablar en público, la gente se reía y a la vez le ponían atención a sus palabras. Era un tribuno pero también en su juventud fue un alistado del ejército del reino, logrando ocupar nada más que mandos medios en las legiones.
Comprendía en
el fondo que a pesar que los de su casta eran los mandamases, siempre era necesario
tener a su favor a la plebe. Por eso por ratos se iba con ellos, participaba de
sus jolgorios y comía en sus mesas rectangulares, eso sí, él se sentaba a uno
de los extremos, para poder ver a todos los comensales y viceversa.
En una ocasión
cuando estaba con su congéneres departiendo una noble orgía, le cuestionaron en
confianza sus amigotes de siempre, de cómo tenía semejante tolerancia para
soportar todo ese mal olor que emanaban las muchedumbres. Pleto dio dos
palmadas y uno de sus sirvientes se acercó con un frasco con una pócima, era un
ungüento de menta, hierba buena y eucalipto, que se sabía que servía por lo
general para los golpes haciendo que los dolores mermaran, generando una sensación agradable, pero
Pleto les explicó en tono pícaro:
“Este es mi secreto… aplico un poco de este chunche en mis fosas nasales… y como
por arte de magia ya no percibo esas fatuas sensaciones de los sobacos sucios,
ni esos malos olores que emanan los dientes y encillas podridas,
sencillamente no oléis nada mientras uno camina entre los desagües mugrosos
donde viven esos malnacidos”, les confesaba sonriendo mientras les invitaba a
su vez a que lo probasen. Todos se acercaron y tomaron un poco de ese asunto entre
las yemas de sus dedos, colocándoselo luego en el interior de sus narices, al
sentir la sensación y funcionalidad de aquella cosa al unísono carcajearon por
largo rato felicitándolo y propinándole
al mismo tiempo suaves palmadas al hombro.
Él era un
fiel defensor de su razón de ser, del estatus quo, ideario inefable de su
clase, tácito principio impregnado en su lengua bífida ilustrada, en su
discurso de serpiente hipnotizadora de ratas, de sus lacayos y de los demás iletrados
también.
Pleto era el
oprobio de reino, era el macabro punto de encuentro entre los oscuros señores
dueños de todas las cosas y los pobres engañados quienes apenas figuraban que serían
las siguientes víctimas, viendo la realidad tal cual era hasta el último
momento de ser engullidos.
Pleto era de
los que creía que había mucha gente en los valles del reino, por lo tanto, una masacre de vez en cuando no
era tan mala; él mismo decía en tono afable: “un cohetazo de trabuco a
cualquiera se le escapa del cinto”… en alusión alegórica a abrirle los hoyos a
puro plomo a alguna persona que le contrariara.
En otras
palabras, era un matarife que actuaba en las sombras pero con el beneplácito de
la nobleza del reino y de las cuadrillas de sus arcabuceros también.
Fue entonces en cierta primavera que hubo un
levantamiento de los siervos y vasallos del reino, para lo que Pleto fue
designado en ese momento como “el hombre fuerte del valle” para que sofocara la
revuelta y restableciera el orden. Él mismo sabía cómo tamagás que era que se necesitaba golpear
fuerte y directo el alma del alzamiento, por lo que mandó a masacrar vecinales
enteros, robándose sistemático a los
críos de los sediciosos para quebrarles el espíritu, pero sobre todo para que
quedara claro quiénes eran los que mandaban esas tierras; entonces siendo así
las circunstancias Pleto hizo lo impensable, le prendió fuego a la ermita del santo
oráculo con el profeta del pueblo adentro, dándole de baja por bocón a ese
santón que instaba a la plebe a que tuviese voz propia, algo impensable para
las hidalgas torcidas líneas ideológicas de Pleto.
Semejante
magnicidio abominable quedó marcado en lo más profundo del sentir de los
comunes, tanto, que hasta ese momento la monarquía del reino asumió que Pleto
había ido muy lejos, por lo que decidieron dejarlo fuera de la ecuación del
poder, mandándole a conjurar un embrujo mortal, inoculándole un sapo al interior
de su pecho, provocándole eso grandes llagas a lo largo de su garganta y buche.
Eran unas ampollas hirientes que le brotaron de un día a otro, y de presto ya
no pudo hablar, perdiendo su magia encantadora, su discursiva chocarrera que
avivaba los bajos instintos de la gente, justificando así sus excesos de
escenas dantescas.
Al poco
tiempo Pleto murió de ese mal quimérico, que decían las malas lenguas, había
sido producto de una encomienda a los nigromantes septentrionales; siendo un
pedido urgente de la misma nobleza ya que ese encargo, así como lo explicaba Cecilio
el famoso escribano del valle en una de sus epístolas, ese asunto como tal, prevenía
las consecuencias que serían terribles en el caso que proclamase la
emancipación la gente del común, por sus ganas de querer vivir sin el yugo de
unos a otros, en total independencia de los reyes, de los condes, de los duques
y los demás sátrapas también.
Una vez
muerto Pleto para redondear y cerrar la estratagema se edificó en el corazón de
su cofradía, a su memoria, un zendo obelisco con grabados a sus costados que
decían las frases famosas que repetía él como lora al momento que sus
lisonjeros aplaudían como focas, esas mismas frases que habían salido de su boca
y que ahora por las vueltas del destino resultaba estar famélica. Siendo así Pleto
recordado para la posteridad en cantilenas y cultos de guerra…
Y, tri
colorín colorado este cuento les he contado.
parte 5. Los López zopilotes.
parte 6. El pequeño Baba.
parte 7. Garbito.
parte 8. Balduino el descuartizador.
parte 9. El burro del barrio de allá abajo.
parte10. La balada del Tío Payo
parte 11. El viejo del sombrerón.
parte 12. La voz anónima de El Calvario.
parte 13. Diego de Landa.
parte 14. Acerino.
parte 15. El Condestable.
parte 16. El Rasputín bananero
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