¿Qué
tan nacionalista somos?
Todas las
personas aman a su país, todos abrazan la idea de que su nación es la mejor, o
al menos la creencia que el terruño natal es prodigioso y vale la pena encariñarse de él, defendiéndolo
a capa y espada contra cualquier malhechor deslenguado.
No obstante
atrás de todo eso hay una estela perenne de hipocresía, por lo cual muchas veces
nos confundimos y llegamos hasta engañarnos a sí mismos.
Cómo es
posible que amemos a nuestro país y lo tengamos tan sucio; pero no solo eso, lo envenenamos de
diversas formas sociales, tanto,
que no pocos, sino muchos decidan migrar o huir, otros simplemente sobrevivir
y una multitud más que se acomoda ante los crímenes humanos y ambientales.
Hablemos primero
del territorio. Cuando vertimos a los ríos y lagos plomo y otros metales
pesados, eses fecales sin tratamiento, contaminando hasta los mantos acuíferos
y comprometiendo el futuro de las nuevas generaciones, me imagino que esa parte
no la vemos cuando gritamos a todo pulmón, “Mi país es el mejor del mundo…
jodidos”.
Cuando
estamos en esos estados de euforia, o bien, de nostalgia melancólica
nacionalista, en esos instantes nos hacemos los mareados, sabiendo que en el
país hay playas que parecen basureros y ríos que son verdaderas cloacas de
aguas negras.
Por otra
parte, por el lado de las contaminaciones sociales disfrutamos como dundos el ensalzamiento de la
transculturización, y que conste… eso no es malo, lo malo es hacerlo sobre el
peyorativo de nuestra cultura originaria, el americano; es decir, el desprecio
como valor popular al indígena, y en contraparte tomamos como un irrefutable modelo
a seguir la iconografía y gustos foráneos, tarareando ritmos y letras que ni entendemos.
Sin embargo,
seguimos diciendo que amamos al país. “Es que es lindo El Salvador”, o bien,
“…como México no hay dos”, “Guatemala el país de la eterna primavera”; y así el
vox pópuli de cada nación.
Vemos con
normalidad la indigencia infantil, eso quiere decir que muchos de nuestros
niños crecen sin garantías mínimas de superación y educación. Cuando esto sucede
es porque el Estado y la sociedad como tal fracasan, obviando su
responsabilidad humana, por un desapego y desamor al entorno, es decir, al país
mismo.
Por eso me
parece contradictorio vernos exaltando el fervor patrio. Son
nada más que muestras de hipocresía, quizá inconsciente, de aquel que bota la basura por
doquier, el que se mea en la acera donde otras personas caminan, el que lleva a
su perro a que se cague al arriate del vecino, el que escupe como hábito, el
que encuentra un celular y se lo apropia en vez de buscar al dueño.
O bien, el
juez que nunca falla contra la tala de árboles, el abogado quien lo corrompe,
el publicista que promueve "el desarrollo y el trabajo", el burócrata que archiva el caso, el ambientalista
que hace denuncias tibias, el periodista que no lo agenda como noticia y el
presidente que no se le ocurre ninguna idea para evitarlo.
¿Acaso no
les da tristeza el agua de los ríos? ¿No sienten nada al ver a la
infancia y adolescencia del país en condiciones de profundo riesgo?
¿Acaso creen
que es nacionalista el empresario que vende y promueve el agua embotellada?,
sabiendo que el derecho constitucional es que el líquido vital llegue a todos de
forma potable.
Permitimos como
algo cotidiano la injusticia, la locura social, mientras seguimos afirmando que
amamos al país. Decimos ser nacionalistas puros, de corazón, llegamos hasta
estampar banderas en las prendas que vestimos, o peor aún, adoptamos “el
nacionalismo” como parte de nuestra torcida línea ideológica.
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